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Crónica de un suicidio anunciado (relato)

Por Silvia Sotomayor
No he sabido gestionar mis emociones, no he sabido vivir con mis ausencias, no he logrado ver lo bueno en todo lo que me rodeaba

Crónica de un suicidio anunciado (relato) es un texto desgarrador. De esos que editas con un nudo en la garganta mientras miles de pensamientos te invaden.

Te ofrecemos este relato en jupsin.com con el convencimiento de que siempre hay una salida, una esperanza que muchas veces solo se encuentra si podemos coger una mano amiga.

Crónica de un suicidio anunciado

¿Tenía que haber dejado una nota? ¿Y qué hubiera dicho? Me podía haber desahogado y haberles dicho que han sido unos hijos de puta; que, cuando reuní el valor suficiente para pedir ayuda, lo hice y no me la dieron.

Y eso que se les llenaba la boca diciendo “cuenta conmigo”, “ya sabes dónde estoy”, “de verdad, lo que necesites”, “si no pides ayuda, no podemos hacer nada” “tiene que salir de ti y entonces podremos ayudarte”.

Y una mierda para ellos así de grande. Les puedo decir que me dan asco y que espero que se pudran

Y una mierda para ellos así de grande. Les puedo decir que me dan asco y que espero que se pudran.

Aunque sí les hubiera pedido una cosa: si alguien de su entorno vuelve a dejar señales alarmantes (¡les dije que me quería morir, coño!), que, al menos, dieran la voz de alarma e informaran a la familia o a los amigos de verdad. Quizás otros tengan más suerte que yo.

Con esto no quiero decir que mi muerte sea culpa de esos egoístas asquerosos que me daban la chapa con frases ridículas de superación sacadas de Pinterest y una falsa atención basada en su propio beneficio, para limpiar su sucia conciencia.

Me podía haber desahogado y haberles dicho que han sido unos hijos de puta; que, cuando reuní el valor suficiente para pedir ayuda, lo hice y no me la dieron.

De emociones y ausencias

No, no me mato porque ellos no me hayan ayudado. Me mato porque no he sabido gestionar mis emociones, porque no he sabido vivir con mis ausencias, porque no he logrado ver lo bueno en todo lo que me rodeaba.

No he logrado ver lo bueno en todo lo que me rodeaba

Me mato porque cuando mi cabeza me dio un respiro y pude recurrir a alguien o álguienes para frenar esta desgracia, este tormento; e intentar tomar una mano para que me ayudaran, en lugar de prestármela me acusaron de intentar llamar la atención.

«Quien se quiere matar de verdad, no avisa. Lo hace y punto». «¡Bah! Ya se le pasará. Es mejor no hacer caso». «Si le das bola, entonces ya estamos perdidos, porque se da cuenta de que nos ha tomado la medida. Ni caso, en serio».

No tuve suerte. Creí en esas personas y me equivoqué. Fui un imbécil.

Teléfono de la esperanza

Maldita mala suerte

Mientras consumo mis últimos minutos de vida, tirado en la calle, sin poder moverme – porque, joder, es que tengo mala suerte hasta para morirme. No sé matarme bien. Me tiro desde lo alto de un edificio descomunal y sigo existiendo.

Eso sí, la hostia ha sido de órdago y seguro que me moriré muy pronto; pero, coño, ya es mala suerte no acertar ni en esto-, me pregunto por qué no acudí a mi madre.

Y las veces que se acercó a consolarme a intentar sostenerme, no quise preocuparla y la rechacé

No quería hacerla sufrir más. Sabía que estaba muy angustiada por mí. Y las veces que se acercó a consolarme a intentar sostenerme, no quise preocuparla y la rechacé.

La muerte de mi padre fue un palo tremendo. Mi madre, la pobre, tuvo que sacudirse la pena y dejar el duelo para otro momento. No sé cómo lo hizo para continuar pagando la hipoteca, el coche, la universidad de mi hermana Elvira, la cuota de la hípica de Jaime y mis clases de piano.

De veras que no sé cómo consiguió sacar todo adelante. Se buscó la vida y pronto su espíritu recobró el color de otra época. Volvió a sonreír por nosotros y mis hermanos se contagiaron enseguida de aquella alegría, de aquel nervio maravilloso que nacía del amor hercúleo que sentía hacia nosotros y hacia nuestro padre, su recuerdo y su esencia.

No tuve suerte. Creí en esas personas y me equivoqué. Fui un imbécil.

Vertigo y angustia

Sin embargo, yo… Yo sentía un vértigo y una angustia espantosos. La pérdida me había arrastrado a un lugar desconocido, oscuro, silencioso y espeluznante de mi cabeza y de mi corazón.

Aquel golpe atroz me bloqueó los sentimientos y los pensamientos. Solo tenía ganas de llorar, de meterme en mi cuarto y no ver a nadie.

Me negaba a salir porque cuando lo hacía me desgarraba comprobar que él ya no estaba, que nunca más lo vería tomándose un café en la cocina antes de salir hacia el trabajo o sentándose a la mesa con nosotros. Su silla vacía me ahogaba. No lo podía soportar.

Solo tenía ganas de llorar, de meterme en mi cuarto y no ver a nadie

Y así fue pasando el tiempo. Poco a poco dejé de compartir momentos con mi madre y mis hermanos. Era una sombra que vagaba por la casa, apenas iba al instituto y también dejé de ir a clases de piano.

Me encerraba en mi habitación, me tumbaba en la cama y me pasaba las horas muerto de miedo y no sabía por qué.

Si había gente en casa, salía a la calle y me iba a un parque; buscaba un banco apartado y allí me quedaba hasta que se hacía de noche, mirando sin fijarme en nada, sintiendo mucho pánico por todo y por nada al mismo tiempo.

«Me equivoqué. Ahora lo veo»

Tenía que haber acudido a mi madre, ella habría encontrado alguna solución. Pero me equivoqué. Ahora lo veo. No quise que cargara con mi mochila llena de mierdas porque ella no se merecía más dolor y suplicio.

Quise protegerla y acudí a otras personas. Ahora me doy cuenta de que mi decisión me arrastró al abismo y me la llevé también a ella. Cómo pude ser tan estúpido.

Tenía que haber acudido a mi madre, ella habría encontrado alguna solución

Tuve que aguantar cuchicheos, secretitos, miradas y sonrisillas a medias, mentiras, comentarios con una malicia más grave incluso que mi enfermedad.

No me ayudaron, no supe identificar a las personas adecuadas que pudieran sacarme de aquel agujero. Fui un gilipollas.

Ahí, tirado en medio de la calle, mientras esperaba morirme de una vez por todas, de repente comencé a escuchar mucho ruido, voces que gritaban, coches que pitaban, frenazos, golpes, pasos… latigazos de sonidos atronadores que iban y venían, como si tuviera dos bafles a ambos lados de la cabeza.

Estaba muy mareado. Inmóvil y con la mirada puesta en el cielo, esperé encontrar a mi padre. Comencé a llorar. Se me cerraron los ojos y ya no sentí nada más. Por fin había conseguido morirme.

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Silvia Sotomayor Rodríguez ha desarrollado su carrera profesional en el entorno de la comunicación y las relaciones públicas. Es especialista en Comunicación Corporativa, Educación, Neuroeducación y Marketing Educativo, Redes Sociales y Marketing Digital, asesora de centros educativos, es conferenciante y profesora de Lengua Castellana y Literatura, Geografía e Historia en los ciclos de Secundaria y Bachillerato; así como de Comunicación Corporativa, Estratégica y Redes Sociales en el ámbito universitario. Acaba de publicar su primer libro: «Sentir en verso. Rimas para el cielo y la tierra», de la Editorial Círculo Rojo.

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