Jupsin
Los abrazos que nos llevaron al cielo (relato)
Por Silvia Sotomayor:
«¿Quién no se jugaría la vida y la muerte por abrazar a su madre
de nuevo y darle un beso de despedida?»
Los abrazos que nos llevaron al cielo es un nuevo relato duro, intenso y lleno de emociones de Silvia Sotomayor, que te ofrecemos en jupsin.com.
Los abrazos que nos llevaron al cielo
El miedo en sí mismo no era malo. Me mantenía alerta. Necesitaba esa tensión para estar despejado y preparado para lo que pudiera ocurrir.
«… fueron linchados, humillados, más todavía, mutilados y violados»
Se me estaba acabando la comida y el agua.
Si no salía de allí acabaría muriéndome de sed y de hambre, pero había guardias por todas partes que, sin dudarlo un instante, me dispararían y acabarían con mi penosa existencia.
Eso con suerte. Otros compañeros, al ser descubiertos, fueron linchados, humillados, más todavía, mutilados y violados.
Un abrazo a mi madre
Había llegado a Cuelgamuros con veintidós años. Me alisté en el ejército a los dieciocho.
Quise salir de España como algunos compañeros al finalizar la guerra, pero cometí un error: viajé a mi pueblo a dar un abrazo a mi madre.
«Cometí un error: viajé a mi pueblo a dar un abrazo a mi madre»
Sabía que podía ser el último y la necesidad de sus brazos se me hacía insoportable. Un vecino me delató y me detuvieron.
Tras pasar por varias cárceles, como muchos otros presos, pude cambiar días de encierro por trabajos en aquel lugar que apestaba a muerte y putrefacción.
Llegaban escasas noticias de nuestras familias. Nosotros apenas podíamos escribir a nuestros seres queridos y además no todos sabíamos. Había dos o tres en mi grupo que sí y que nos ayudaban a los que nos costaba eso de juntar letras, comprenderlas y plasmar nuestro sentir en mínimos trozos de papel hechos trizas.
Ramón el Valenciano
Mi amigo Ramón el Valenciano era uno de esos eruditos que se desenvolvía bien con las letras. Tenía mucha labia. Le daba palique hasta a los fusiles de los guardias, el tío.
«… el motivo por el que decidí escaparme de Cuelgamuros: se estaba muriendo»
Y sabía encontrar el momento para conseguir favores de los guripas más chulos con su elocuencia. Les sacaba lo que quería.
Era admirable. Gracias a él logré recibir dos cartas de mi madre. La segunda, desgarradora y el motivo por el que decidí escaparme de Cuelgamuros: se estaba muriendo.
– No llegarás muy lejos, Rafael. – Me dijo el Valenciano.
– Si no lo intento, me moriré con más pena.
Me abrazó mi amigo Ramón con la certeza de que no volveríamos a vernos nunca más. Lloramos abrazados y nos deseamos suerte.
– Ten. Aquí tienes pan, un poco de queso y agua para no más de tres días. No preguntes. Vete ya. La muerte no espera a nadie y tienes que llegar a tiempo a tu casa.
Sin nada que perder y el cielo por ganar
Despavorido, conseguí atravesar una zona de escombros que conocía bien. Me escabullí como pude entre las piedras, las rocas, la gravilla y demás restos para no ser descubierto. Estaba todo muy vigilado. Un paso en falso y se acabaría todo.
A duras penas conseguí salir a un camino, también vigilado y controlado por guardias. Estaba exhausto, pero no podía parar hasta encontrar un sitio que me diera un poco de seguridad y calma.
«¿Quién no se jugaría la vida y la muerte por abrazar a su madre de nuevo y darle un beso de despedida?»
“Es una locura”, pensé, pero ¿quién no se jugaría la vida y la muerte por abrazar a su madre de nuevo y darle un beso de despedida? Y yo… yo ya estaba enterrado en vida. Sin nada que perder, y el cielo por ganar, me tragué los nervios y el espanto. Encontré, cerca de aquel camino, un arroyo y la vegetación de ribera me sirvió de escondite aquella madrugada y otras dos más.
Un largo camino
No sabía cómo salir de allí. Mis fuerzas cejaban. La malnutrición y la situación de abandono en el que nos tenían en aquel infierno me estaba pasando factura. Me ahogaba. La escasez de víveres y mi estado me obligaban ya a huir de aquel lugar húmedo y fatigante.
Caminé, no sé cuántas horas, encorvado para que no me atraparan aquellos indeseables uniformados. Caminé y caminé sin saber qué rumbo llevaba. Cada vez me sentía más extenuado y sofocado. Comencé a ver borroso y, de repente, me desmayé.
«Cada vez me sentía más extenuado y sofocado. Comencé a ver borroso y, de repente, me desmayé»
Me desperté en una habitación oscura. La cama era muy cómoda y colosal. Jamás había dormido en una cama tan grande y, desde hacía mucho, en un lugar tan pulcro. Estaba dolorido pero descansado.
Oí que se aproximaban unos pasos y que estos se detenían ante la puerta de la estancia donde yo me encontraba. El dueño de aquellas pisadas abrió la puerta de la habitación con sigilo y se asomó para comprobar cómo estaba.
– Rafael, qué bueno que haya despertado.
– ¿Me conoce? -, acerté a decir.
– Intente descansar. En unas horas, una persona de confianza vendrá a por usted. Lo acompañará hasta un coche. Tranquilo, en poco tiempo todo habrá pasado.
No pude poner rostro a quien pronunció aquellas palabras. Tampoco agradecerle los cuidados y la ayuda. Nunca supe qué me pasó y quién me encontró. La persona que vino a buscarme no sabía nada sobre mí tampoco.
Los dos marchamos juntos al cielo
“Ayudamos a nuestros camaradas como podemos” dijo sin más. Salimos del edificio y me condujo hasta un coche que se encontraba arrancado.
– Suba y no haga preguntas, es lo más seguro para todos. Coja este sobre. Haga buen uso de lo que hay en su interior. ¡Ah! Otra cosa importante: si alguien les intercepta, el chófer intentará huir; si no lo consigue, se pegará un tiro. Usted deberá decidir su destino. No diga nada a nadie de dónde ha estado, podría poner en peligro a muchas personas. Algunas de ellas le salvaron la vida. No lo olvide si las cosas se ponen feas.
– Gracias. Muchas gracias.
A mediodía llegamos a mi pueblo. El conductor paró el vehículo a las afueras. En un lugar poco transitado y, más o menos, seguro. “Suerte”, dijo. Y se marchó de allí a toda prisa.
«Su luz se apagó aquella noche en mis brazos. Los dos nos marchamos juntos al cielo»
Enfilé el carreterín del cementerio hacia mi casa. Solo pensaba en mi madre. Me dolían los brazos de la tensión acumulada por no haber podido abrazarla en años.
Caminé unos dos kilómetros dando varios rodeos para que nadie me viera y decidí entrar por el corral.
El silencio era espeluznante y lo envolvía todo; y se rompía de vez en cuando por el sonido de unos pasos cansados. Eran de mi madre.
Su luz se apagó aquella noche en mis brazos. Los dos nos marchamos juntos al cielo.